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Siendo niño en la casa de mis abuelos había una radio a tubos que ocupaba un lugar prominente en la sala junto al televisor a blanco y negro. Si mal no recuerdo, era color madera, con una pantalla de mimbre haciendo el marco para el dial y las perillas. Atrás, como correspondía al modelo, había una tabla de madera agujereada para que fuera más fácil que se disipara el calor de los tubos y fácil de desmontar para hacer más simple la tarea de cambiarlos cuando alguno se quemara.

Sin embargo, la parte de adentro de la radio era para mí un verdadero misterio. Empecemos por decir que los radioteatros, las radionovelas, las audiciones musicales y las noticias competían codo a codo con “El túnel del tiempo”, “Combate”, “Meteoro” y “Astroboy”. La televisión, de alguna forma, explicaba por medio de la imagen quién era el que hablaba y uno podía asignarle un rostro a la voz. Sin embargo, la radio era un tema aparte, algo desconocido que estimulaba la imaginación a puro verbo, música, efectos de sonido y silencios.

Sentarme a escuchar las noticias con mi Abuelo era casi obligatorio en vacaciones y jugar con la radio haciendo compañía era moneda corriente. La radio tenía una presencia importante en mi vida y saber qué la hacía posible era algo digno de ser averiguado.

Por eso, un día decidí que tenía que encontrar de dónde venían las voces de la radio. Es decir, era obvio que de adentro, pero tenía que ver quiénes eran los enanitos que hacían posible que las aventuras que yo escuchaba se hicieran realidad en mi mente.

Mientras mi abuelo escuchaba las noticias, yo me fui acercando lentamente y en silencio (supongo) al aparato. Era claro que dentro de él estaban unos tipos que leían con voz aguda las últimas novedades, otros actuaban y unas cuantas orquestas tocaban música para acompañar a Gardel o a cualquiera que tuviera la oportunidad de cantar en radio.

Ya lo había intentado antes, pero esta vez seguro que los agarraba porque iba a llegarles cuál soldado comando. El mármol del piso me enfriaba las piernas y la panza mientras los brazos me daban fuerza para arrastrarme sigilosamente y así colocarme en una posición que me permitiera sorprenderlos en medio trabajo. Luego, asomándome despacio desde abajo empecé a ver por los agujeros de la tabla que hacía de fondo y no vi a ningún bicho, muñeco o enano, mucho menos algo que explicara porqué se escuchaban voces desde el aparato.

“No se ve un carajo, está muy oscuro” sentencié a viva voz, “Es que se esconden” respondió mi Abuelo que sabía lo que estaba pasando. “¿Cómo hago para verlos?, Soltale la tapa, Abuelo”, pedí casi dando una orden. “Esperá, que ya voy” me habría dicho. Entonces, el abuelo Juan se levantó despacio del sillón gris de dos cuerpos y se acercó movido más por el temor a que me electrocutara tocando un tubo accidentalmente que por ayudarme a satisfacer mi curiosidad.

Los pequeños hombres de grandes voces (porque era evidente que personas de tamaño real ahí no cabían) estaban a punto de ser descubiertos y tendrían que mostrarse tal y como eran. ¡Qué iba a hacer Humboldt a la par mía! ¡Darwin era un bebé de teta comparado a lo que yo estaba por descubrir!

Entonces las manos grandes y macizas curtidas por el tiempo se acercaron a la tapa de la radio, hicieron girar no sé cuántos tornillos y de repente… el calor de los tubos, después la advertencia del Abuelo “No toqués nada y no te acerqués mucho” y por último el asombro: ¡No había nadie! “Abuelo: no hay nadie”, le dije. “Seguro se escondieron”, me dijo tratando de mantener viva la ilusión. “¿Adónde?”, “¿Qué se yo? Buscalos”, me tocó por respuesta. Entonces hice el intento de acercar la cabeza al interior de la radio y fui parado en seco por las mismas manos que me habían abierto las entrañas del mundo secreto de la radio. “Te dije que no te acerqués, te podés electrocutar” – “Pero, dejame. ¿Sino cómo los voy a encontrar?” –“Asomate desde ahí”.

Me acomodé de mil maneras tratando de encontrar un ángulo desde el cual lograr ver a esos muñequitos que le daban vida a mi imaginación. Después de unos minutos que se movían entre la excitación y la frustración volví a ver a mi Abuelo, que desde el suelo se me hacía muchísimo más grande, y le pregunté “¿Dónde están?, ¿Cómo hacen para esconderse y seguir hablando como si no pasara nada?, ¿Siguen en la radio?, ¿Por qué ellos no se electrocutan?”. La respuesta estuvo precedida de una sonrisa suave, luego un gesto serio que iba a disimular cualquier cosa que arruinara la explicación y finalmente la respuesta.

Resultaba ser que los tipos era medios mágicos y se podían esconder donde quisieran, además podían seguir hablando y de alguna forma se las arreglaban para no electrocutarse con los tubos al vacío. La calidad de mágicos lo explicaba todo.

Y bueno, desilusión en las filas del comando especial, regreso a la posición de arranque y a seguir planeando cómo llegar a ver a las ahora más interesantes criaturas mágicas. Vinieron nuevos intentos pero nunca pude ver a los tipos de la radio. Así que Humboldt y Darwin se quedaron tranquilos sabiendo que nadie los iba a desbancar, mientras que yo un día, no sé cuando, pude entender que los muñecos de la radio estaban muy lejos y eran más reales que mágicos.

Sin embargo, lo que los hacía mágicos era que tenían esa vocación de interesar con la palabra, de ofrecer siempre algo nuevo en qué pensar, de crear historias que movían montañas en la imaginación de las personas. Eran mágicos porque hablaban bien, tenían un vocabulario amplio, respetaban al oyente, sabían decir mucho con pocas palabras y además se preocupaban porque al final del programa uno aprendiera algo.

Me pregunto, ¿Qué estimula la imaginación de los chicos hoy como para querer desarmar un aparato?

Saúl Buzeta

Advertencia al visitante: Saúl Buzeta Dhighiam es politólogo de formación, comunicador por deformación y necio por naturaleza. Los dedos de la mano no sirven para contar sus obras pues no tiene, mas acostumbra a escribir a hurtadillas artículos de poca monta que gente incauta (en el mejor de los casos) o sin escrúpulos (en la mayoría de ellos) publica sin compasión por el lector. Considérese entonces amable visitante suficientemente advertido sobre lo inocuo de lo que aquí encontrará.

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