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Transitaba impunemente por un centro comercial cuando de repente me vi frente a un televisor gigantesco, cuando no descomunal. Presentado como una maravilla tecnológica, mostraba imágenes claras y brillantes a todo aquel que como bobo se quedara mirando semejante aparato. Completaban el cuadro las respectivas “modelos”, el stand y los folletos.

La imagen era tan buena porque, como hacen todos los que venden estos aparatos, los conectan a reproductores digitales de alta definición. Sería interesante pegarlos a una antena de aire normal, quizás asistiríamos a la depresión hecha imagen.

Entonces, como corresponde, me acerqué a una de las “modelos” para preguntarle que “a cómo tenían el tele”, “70 mil dólares. 32 millones de colones al tipo de cambio de hoy”. Creo que la muchacha intentó levantarme la quijada por la expresión de asombro y la cara de estúpido que puse ante el dato. No estoy seguro de lo anterior porque me da la impresión que por unos segundos perdí el sentido… de la realidad.

Sinceramente la situación no me ofende, me da asco.

Asco, porque hay gente que está dispuesta a pagar lo que sea por aquello que los reafirme ante los demás, porque no pueden verse a si mismos mas que como objetos cuya existencia está supeditada a tener más, siempre más… aunque nunca se pueda tener suficiente. Asco, porque hay quienes promueven estas actitudes para lucrar de ellas.

Esta frivolidad existencial basada en el individualismo más puro de la ideología neoliberal es el combustible que mueve la economía de acumulación y exclusión. Es a partir del “sálvese quien pueda” que cada cual debe entender su lugar en el mundo.

Esa visión limitada del mundo se reproduce como ratas en las cloacas mediáticas a través de la publicidad. Muchos anuncios (no todos) funcionan bajo un esquema de comunicación que primero le hace ver al perceptor que su vida es una porquería, algo está mal: El o ella. Después viene la solución: comprar el producto. Finalmente el círculo se cierra con el próximo anuncio en el que se reproduce el razonamiento.

Es decir, la existencia de la persona se reduce a la compra. Si no se puede comprar, hay que endeudarse porque la presión ejercida desde el entorno es verdaderamente persuasiva. Este círculo interminable de inseguridad convierte a la gente en adolescentes perpetuos que necesitan encontrar “cosas” para “agruparse” y no sentirse solos, porque la soledad es la muerte en sociedad.

Todos los días se debe demostrar que se existe consumiendo algo de buen gusto, poder adquisitivo o ambos. Un acto que haga que otros nos vuelvan a ver, un acto que haga que otros nos reconozcan.

En esta lucha permanente por salvarse del ostracismo social, por existir, la persona solo puede ver en su entorno hostilidad y competencia que se combaten con acciones de eficiencia consumista y laboral. Porque hay que trabajar hasta morir para no perder el trabajo, de lo contrario eso llevaría inevitablemente a una muerte mucho peor que es la muerte social, porque se pierde la posibilidad de tener.

LA NEGACIÓN DEL OTRO

El acto de reafirmación individual niega entonces la existencia del “otro”, porque se trata de un enemigo que quita oportunidades de “existir”. Desde esa lógica perversa y obscena es mejor tener un televisor de 32 millones que destinar ese dinero a acciones solidarias que ayuden a otras personas a vivir de verdad.

Pero ¿Quién resulta ganador en esta lucha por la supremacía individual? Normalmente el mismo sistema que la impulsa, porque al estimular el consumo desmedido un grupo de empresas distribuyen ganancias descomunales entre unos cuantos millonarios que han invertido en ellas. Es decir, unos pocos viven tranquilamente de la ansiedad que tienen unos tantos de vivir como ellos.

Es quizás por eso que un reducido grupo de personas (dentro de un gran abanico de posiciones) ven en el TLC la materialización de sus sueños de nuevos ricos: ser un Miami de montaña.

En esta época en que el deseo ha suplantado a la necesidad, la cosa a la persona y la compra a la existencia para hacer más ricos a quienes ya son ricos, no podemos encontrar un mejor monumento que un televisor de 70 mil dólares cuya existencia material no es más que la representación de la mentira que llega a través de él.

Saúl Buzeta

Advertencia al visitante: Saúl Buzeta Dhighiam es politólogo de formación, comunicador por deformación y necio por naturaleza. Los dedos de la mano no sirven para contar sus obras pues no tiene, mas acostumbra a escribir a hurtadillas artículos de poca monta que gente incauta (en el mejor de los casos) o sin escrúpulos (en la mayoría de ellos) publica sin compasión por el lector. Considérese entonces amable visitante suficientemente advertido sobre lo inocuo de lo que aquí encontrará.

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