;¡Sentada a la entrada de su casa a la güila se le nublan los sueños. Hasta hace unos años se podía ver todo lo que pasaba del otro lado del río, pero ahora, desde que pusieron esas matas que cada día se tupen más, casi que le toca adivinar lo que pasa allá arriba.
Es como si la volvieran a esconder; como si alguien, una vez más, la escondiera porque le da vergüenza su existencia.
Algunas compañeras de la escuela viven arriba, de este lado del río. Tienen una casa de cemento y la escuela les queda cerca. Cuando llueve no hay problema porque las casas son de alto y los terrenos son planos. En cambio a ella le ha tocado vivir escondida del mundo: Para llegar a su casa hay que meterse como dos kilómetros desde la avenida principal; pasar frente a borrachos, drogadictos, distribuidores de drogas; bajar un montón de escalones en forma de laberinto; y caminar por unos pasillos angostos hasta dar con un rancho de lata y madera incrustado en la pared de la montaña.
Abajo el río, que cuando se llena (y no de agua precisamente) invita a salir volando para evitar perder la vida que es lo único que se tiene por seguro.
El rancho es alquilado; la madre trabaja en un servicio de limpieza; su abuela de 40 años ha tenido que cambiarse al turno de la noche porque a la carajilla y sus dos hermanos ya no son aceptados en la guardería. Así la cuida cuando viene con su hermano de la escuela. Pero de 5 a 7 queda sola porque ni su mamá puede llegar antes, ni su abuela puede irse más tarde. En ese lapso es la responsable de la casa. Eso sí, de a callado porque si alguien se entera cae el PANI y los güilas a hogares sustitutos.
Vivir en el precario es incómodo, no solo por lo amontonado y lo insalubre o por el peligro de un incendio por las conexiones eléctricas. También es cansado tener que escuchar los gritos de los vecinos, los madrazos que van y que vienen, la violencia permanente producto de la ignorancia; y hasta esa gente que se reproduce amagando con tirar abajo las latas del rancho vecino.
A pesar de las carencias, es una niña feliz que va a la escuela, comparte con sus dos hermanos menores lo poco que tiene; no le molesta oír el reguetón de los vecinos; ayuda en lo que puede y en lo que no debe; se cuida de clavarse algo en el piso de tierra del rancho y sabe, como nadie, lo que significa tener cien colones en la bolsa.
Felicidad y edad aparte, la carajilla de 10 años ha empezado a comprender que hay cosas que no le calzan. Lo que menos le cuaja es la gente del frente, la del otro lado del río. Hace unos años se veía todo de lo más bonito, pero ahora con las matas que sembraron casi no se ve nada. Una vez más la volvieron a invisibilizar. Otra vez alguien decidió que no debía existir.
Del otro lado hay un centro comercial con tiendas grandísimas, marcas exóticas, comida y divertimentos que la niña jamás ha probado. Allí va gente que no quiere que ella exista, porque verla significa reconocer su propia miseria.
Al lugar entran autos tan lujosos que con el valor de tres de ellos se sacaría a todo el precario de esa convivencia con la muerte y se lo pondría en condiciones dignas de vida. Los guardarropas que pasan en bolsas que podrían tapar las goteras de la casa quizás valgan lo suficiente como para darle de comer a todos los niños y las niñas por varios meses.
Quizás por eso existe esa cerca, para que se derroche sin remordimientos. Es que es muy feo salir con la panza llena de alguna comida rápida y tener que ver a gente a punto de ser arrastrada por el río. ¿Quién quiere comprar así? Por eso es mejor “invertir” en un poco de matas que tapen el deprimente espectáculo, que invertir en mejorar la calidad de vida del prójimo. Al menos eso deben hacer en otros países con muy buenos resultados.
Pensar que ella, en las tardes cuando no debía temer por su vida o tenía que hacer tareas, miraba al frente y se imaginaba cómo sería ese lugar al que nunca podría entrar por su apariencia. ¿Qué maravillas se esconden ahí? ¿Qué deseos se pueden tener ahí? ¿Cuáles nuevas carencias se podrán conocer? ¿Será tan lindo como en los anuncios de las vallas? ¿Será tan increíble como en la radio?
Quién sabe. En realidad ella ya no tiene tiempo para eso. Otra vez la volvieron a invisibilizar, los sacaron de la guardería porque son tres. Es que ahora el IMAS no acepta más de dos chiquitos por familia, porque como dijo su expresidente, Diego Víquez, ese que le dio chamba a un pariente sin saber que estaba mal hacerlo: “no se debe hacer atractivo el tema de ser pobre”.
Efectivamente, debe haber gente muriéndose de las ganas de ser pobre, sobre todo los que compran del otro lado del río. ¡Qué ganga alumbrarse con candelas! ¡Qué tuanis llegar a la casa pensando si me van a asaltar de camino! Debe ser toreadísimo tener un búnker a no más de 50 metros del catre, ¡ni qué se diga del jolgorio que significa no tener adonde ir al baño decentemente!
Será por eso que la niña vive tan triste, porque nadie se entera de lo bien que vive.
Originalmente publicado en redcultura.com