La pandemia del Covid-19 nos agarró con las manos arriba y viendo para el costado. Emocional, intelectual y filosóficamente carecemos de las herramientas para darle significado a esta crisis civilizatoria. Es quizás por eso que nos cuesta tanto dimensionar la magnitud de lo que sucede. Inclusive, al gremio publicitario se le acaban los eslóganes para llenar de significado este cambio de época que debemos transitar.
Vender con la esperanza de que «esto» va a pasar pensando en un «volver a abrazarse» para luego meter una oferta; refleja el temor más profundo de las empresas de no poder volver a conectar con sus clientes, de perder el control, de no sobrevivir. Porque cuando «esto» termine, no todos habremos salido, y ciertamente no seremos las mismas personas. La incertidumbre y las pérdidas que vamos a enfrentar distorsionan cualquier visión de futuro. Por eso, pensar en volver a la «normalidad» no es más que una quimera.
Tampoco es fácil describir la contradicción entre nuestra existencia abrasiva (hoy puesta en pausa) y la vida en el planeta. ¿Cómo seguir viviendo igual luego de haber comprobado de mil maneras cómo dañamos el entorno con nuestra presencia totalizante? Este alto forzoso que impuso el Covid-19 es un punto de giro inevitable. ¿Nacerá una nueva conciencia conectada con todo o querremos volver a una normalidad que nunca volverá a ser?
Quién sabe. La única certeza es que ni siquiera le hemos podido poner un nombre al momento que vivimos. Por mucho que el Ministerio de Salud lo viniera advirtiendo desde enero; nadie estaba preparado para «esto».
La vida o el mercado. El falso dilema.
Los sectores concentrados de la economía planetaria rápidamente pegaron el grito al gobierno. «La economía no puede parar», «Nosotros generamos el trabajo», «Bajen impuestos, despidan gente», «Hemos de sobrevivir». Cuando el capital entra en pánico convierte su miedo en la incertidumbre del resto. Nos hace creer que su desaparición es nuestra extinción.
El miedo del capital presionó al presidente y a diputados no solo a negar la crisis de salud; sino a querer cargar en la gente el costo de la pandemia. En nombre de una falsa solidaridad el gobierno quiere meter la mano en el bolsillo de los empleados públicos para «financiar la recuperación» pos Covid-19. Es la oportunidad dorada para debilitar el Estado que hoy le pone el pecho a las balas. Sí, es una actitud suicida; pero es lo que hay.
Se acaban los eufemismos para disimular el choque entre la vida y la preservación de la riqueza. Mientras los gobiernos serios pelean por evitar las muertes y mantener con respirador a las economías, las fuerzas del mercado prefieren fosas comunes para que la maquinaria productiva no deje de tener ganancias.
Privatizar, cerrar instituciones y bajar salarios forma parte de un manual viejo y gastado que no sirve en el actual contexto. Es como querer ir a la luna en patineta. Los muertos no compran productos. No hay forma de reducir el impacto de esta crisis sin una mezcla de medidas políticas, sociales y económicas creativas y alejadas de cualquier dogma.
¿El virus es el enemigo?
Miles de personas han quedado recluidas en sus hogares no por orden del gobierno, sino por despidos masivos. El hambre acecha y la desesperación se vuelve consejera. Esos hogares no pueden presionar al gobierno por «reformas estructurales»; pero bien que necesitan un mejor Estado que el que tenemos. De lo contrario veremos saqueos como los de Italia.
No alcanza con la caridad. Se necesita de la política. De pararse ante la situación y orientar el accionar no solo para salvar empresas; sino para salvar vidas.
El virus genera enfermedad, desempleo, hambre y desesperación. Pero también plantea una terrible disyuntiva: morir de hambre o de Covid-19. Porque la red del Estado se achicó tanto que no puede contener a las familias más vulnerables en las casas. La gente necesita salir a buscar trabajo o a trabajar porque sino no hay comida. Olvidémonos de la falta de Internet para que los chicos y chicas puedan estar al día con las clases. ¡Se trata de la comida! ¡Se trata de vivir!
El coronavirus desnudó la contradicción de la asignación de recursos para vivir. Una distribución de la riqueza tan desigual es como la mano sucia que toca la cara por la que entrará el virus. Una ironía. Porque en el fondo hay alimentos para todos y todas; lo que no hay es el flujo de efectivo que lo haga llegar.
Un día después para todos y todas por igual
Independientemente de los reflejos más básicos que afloraron como respuesta inicial, nos toca repensar el futuro. El día después, ese día que vivimos desde hace varias semanas, va a estar lleno de traumas y miedos. Cómo vamos a salir emocionalmente de este momento en que la humanidad contuvo la respiración, es quizás la mayor de las incertidumbres.
En lo político y económico, de esta no se sale por izquierda o por derecha. No existe un centro, una dirección, un norte magnético ni estrella que nos oriente. Quizás porque la decisión es particularmente obvia pero tremendamente dolorosa para un sistema depredador como el nuestro. Adonde vayamos a salir, el túnel lo tenemos que excavar pensando en que por él pase toda la sociedad.
Se impone la creatividad, el ingenio y la audacia. Recalar en la adoración al Estado o al mercado es una pérdida de tiempo y energía. Se impone lo inmediato: parar la debacle y luego encender los motores. Pero ¿Vamos a usar los mismos motores? ¿Hacia adónde nos van a llevar? ¿Cómo haremos verde nuestra economía? Esas preguntas, que parecen postergables por la urgencia, son imperativas para no cometer los errores que hoy nos tienen tan cerca de un estallido social.
Desarrollar la producción nacional y encadenarla creativamente será clave para mantenernos en un planeta que se dirige a la autarquía tecnológica. Un mundo sin un Estados Unidos dominante, con una China que impondrá sus condiciones y otras potencias queriendo pedacitos de una nueva economía que aún nadie ha dibujado.
Y esa realidad incierta nos obliga a hacer un inventario de nuestros recursos para saber cómo usarlos para que toda Costa Rica viva dignamente después del Covid-19.
Nos toca reinvertarnos
Requerimos un nuevo pacto social. Un acuerdo que privilegie a las personas por encima de los negocios. Armar un nuevo Estado que facilite, acompañe, apoye, controle y sancione por igual. No podemos pedir un Estado a la medida de cada interés. Será en él y con él que recrearemos nuestra economía. Necesitamos un equilibrio entre lo colectivo y lo individual, entre el Estado y el mercado.
Esto implica un diálogo innovador sin dogmas económicos y políticos. También una nueva metodología para hablar que no incluya a personas sabias, sino gente sabia que escuche. Las respuestas vienen de personas inesperadas; por eso hemos de ser humildes.
Recuperar lo mejor del Estado y el mercado implica que la colectividad apoye el esfuerzo individual. Pero cuando el esfuerzo individual corone, debe devolverle al colectivo su aporte para que más y nuevas ideas puedan florecer. Así, una reforma impositiva, económica y política profunda se impone como una condición obligatoria. Es decir, nivelar la cancha para todas y todos.
En la medida en que vayamos viendo la luz al final del túnel, bien valdría la pena volver a ver hacia el costado y hacia atrás. Contemos quiénes vienen y cómo vienen; y no nos olvidemos de aquellos que inexorablemente faltarán.
Sin importar el lugar dónde vayamos a salir después del Covid-19, ese lugar debe ser el lugar que queremos y merecemos. Porque esa va a ser la única manera de forjarnos un futuro propio. Eso sí, la única certeza que tenemos es que la normalidad que conocimos ya no volverá.