Desde hace días venía pensando en ese principio tácito que hay en las discusiones sobre la inseguridad (entendida como la violación a la propiedad privada y a la vida) que más o menos reza así: “Si se te meten a robar es porque no hiciste lo suficiente para evitarlo”.
Por ejemplo, si se meten a robar en la casa de alguien la primera pregunta es “¿Diay? ¿No tenés alarma?” Esto implica dos cosas: la primera es la existencia por default de las rejas y la segunda es que si entraron es porque efectivamente no hay alarma.
Después vienen las mil explicaciones de cómo entraron, qué se llevaron y demás yerbas.
Pero lo que es realmente fascinante es cómo hemos interiorizado que si hay un robo el problema es nuestro y no del delincuente. Es decir, si una persona roba es porque es más viva que nosotros porque encontró el hueco que nosotros dejamos abierto por torpes.
En otras palabras, el que roba es vivo, audaz y al que le roban es medio baboso porque no pensó en todos los escenarios de seguridad que se deben ensayar para evitar un asalto a la casa.
Quizás por eso vemos esas urbanizaciones que tienen unas tapias impresionantes, que si se juntara todo el material y mano de obra que se usó para construirlas, probablemente terminaríamos con el problema de la vivienda en el país.
Paréntesis. U1800n primo mío que vino de visita al país, al ver una de esas tapias me preguntó que si eso era un cementerio. La pregunta no pudo ser más lapidaria.
Aquí es momento de aclarar dos cosas: ni escribo desde la perspectiva burguesa del horror por la delincuencia, ni pretendo reclamar inmunidad ante el delito. De hecho, hace dos días se metieron a robar a la cochera de mi casa, justo cuando estaba mascando estas ideas.
Y sí, me sentí ultrajado, impotente, dolido también… culpable por no haber levantado más las rejas. Aunque desde hace 7 años estaban a la misma altura.
Lo cierto de esto es que cada vez que hay un delito, las víctimas son las tontas, las burladas, las incapaces por no haber sabido construir una Fortaleza de la Soledad (al estilo Supermán) en donde nadie pueda entrar y donde uno se pueda aislar de la violencia real y la construida por los medios.
Vivir con miedo
Uno siempre puede pensar que las rejas pueden ser más altas, que se puede usar alambre perimetral (navaja), que se puede electrificar o poner alarmas más sofisticadas. Pero es esa certeza de que se puede estar “más seguro” la que nos hace sentirnos inseguros, con miedo a perder lo que tenemos, porque siempre habrá alguien más vivo que, a pesar de cualquier esfuerzo que hagamos, logrará entrar a robar.
Eso es vivir con miedo. La pregunta es ¿A quién le conviene que vivamos con miedo? ¿Quién necesita de nuestro temor a perder lo que tenemos? ¿Quién se favorece cada vez que dejamos la casa intranquilos rezando porque nadie se meta?
El miedo paraliza, no permite pensar. Polariza, excluye, crea desconfianza y nos vuelve paranoicos, nos separa de nuestros semejantes porque dudamos de cualquiera que se nos acerque.
El miedo nos desintegra como sociedad y nos lleva a establecer relaciones “seguras” a través de las computadoras o los mensajes de texto, porque la ausencia de contacto físico excluye cualquier riesgo.
Uno podría desear en convertir el dinero que tiene invertido el país en seguridad en ayuda para las personas que lo necesitan de manera de terminar con la desigualdad que promueve la delincuencia. Sin embargo, el miedo puede más porque al final del día el triunfo del individualismo liberal no permitirá que nadie renuncie a su “seguridad”.
Así que no queda más que hacer de nuestra casa un búnker sólido, fuerte, grande e imponente, como el miedo que lo construye.
* Originalmente publicado en redcultura.com